Cuando
despertó no recordaba su nombre y tenía la memoria borrosa en general. Lo que
sí que tenía claro era que no estaba en un lugar en el que hubiese estado
antes, aunque por algún motivo que desconocía creía recordarlo. No lograba
ubicarse y no sabía dónde dirigirse, pero por algún lado tenía que empezar, así
que se levantó y empezó a caminar sin rumbo. Tenía la ropa mojada aunque el
cielo no mostraba nubes ni tampoco veía agua a su alrededor, pero el sol estaba
empezando a caer y temía coger un resfriado si no encontraba la manera de
secarse pronto.
Aquella
ciudad parecía estar en ruinas, pero al mismo tiempo se erguía majestuosa ante
ella en la zona más alta. La gente seguía sus rutinas sin prestarle atención y
los niños corrían alegremente por las calles. A veces tenía que esquivar
escombros para poder continuar su camino y los edificios parecían reconstruidos
de restos, pero todo el mundo parecía a gusto con lo que tenía, que no era
mucho. Estoy en los Suburbios pensó
sin vacilar. Sabía que era la primera vez que estaba allí, pero tenía la
sensación de conocer el lugar aunque no tenía demasiado claro de dónde había
sacado esa palabra.
Vagó durante
horas. Buscaba algo aunque no sabía el qué, pero estaba segura de que si era lo
suficientemente tenaz acabaría por encontrarlo. Y la luz natural ya era
anaranjada cuando por fin encontró una iglesia medio en ruinas, un edificio que
reconoció en el acto. Sorprendida de ese conocimiento que no sabía que tenía y
convencida de qué era lo que tenía que hacer se acercó a la puerta y la abrió.
Efectivamente, aquel lugar parecía más una amenaza que un refugio porque daba
la sensación de que se iba a derrumbar en cualquier momento, pero ella se
sintió segura en cuanto cerró la puerta tras de sí. Los rayos de un sol ya
débil atravesaban los agujeros del tejado y de las paredes del lado oeste
iluminando una pequeña zona en el centro de la sala donde justamente crecían
unas flores especialmente hermosas. La muchacha caminó lentamente para
admirarlas de cerca y se arrodilló con especial cuidado para no dañarlas. El
suelo estaba mojado y un escalofrío le recorrió la espalda recordándole que sus
ropas ya se habían secado casi del todo, pero que seguían húmedas.
— ¡No les
hagas daño! — Del susto, se cayó de culo sobre un charco y volvió a mojarse toda. —
Perdona, no quería asustarte, pero es que casi no quedan flores.
De la
oscuridad que cada vez era más grande apareció una muchacha de más o menos la
misma edad que ella. Llevaba un vestido rosa y unas botas marrones de media
caña. El pelo, castaño, lo llevaba recogido en una trenza que no podía
disimular lo larga que debía ser su melena. Sus ojos, de un verde extrañamente
intenso emitían un sentimiento de paz que enseguida la invadió.
— No quería
dañarlas. — Por algún motivo inexplicable sintió que su voz era distinta a la
que recordaba en su cabeza. No le dio más importancia. — Sólo las quería mirar
de cerca. Son preciosas. ¿Son tuyas?
— No. No
son de nadie. Pero es raro encontrarlas en estado salvaje, así que las cuido
para que no se mueran. — Las dos jóvenes se miraron por unos instantes. — No
eres de aquí, ¿verdad?
— No estoy
muy segura. Creo que tengo un poco de amnesia.
— ¿Te
golpeaste la cabeza?
— Mmmm… Creo
que no. No lo recuerdo.
— Claro…
— ¿Y cómo
has sabido que no soy de aquí?
— Por tu
ropa. Nadie viste así por aquí.
— No suelo
vestir como la mayoría.
— ¿Por qué?
¿Te gusta destacar?
— No,
simplemente no me gusta pertenecer al rebaño.
—
Interesante… Dime, ¿por qué has entrado aquí? — Por un momento tuvo que
registrar sus recuerdos para recordarlo.
— Para
encontrar refugio. Estoy un poco desorientada y como la noche está por caer
necesitaba un lugar para dormir.
— Pues mucho
me temo que éste no sea un buen sitio para eso.
— ¿Por qué
no?
— Porque
igual que has entrado tú puede entrar cualquiera. Los Suburbios nocturnos
distan mucho de los diurnos. — “Suburbios”, otra vez esa palabra y en esta
ocasión de la boca de otra persona. — Ven, ayúdame a colocar estos bancos
alrededor de las flores para protegerlas de posibles intrusos. — Cada vez
estaba más oscuro y la muchacha parecía ponerse nerviosa. — Creo que si buscas
refugio será mejor que te lleve a mi casa.
— ¿Ya te
fías de una desconocida como yo?
— Si eres
alguien capaz de, no solo no dañar a las flores, sino también de protegerlas,
estoy segura de que no eres una persona peligrosa. Por cierto, me llamo Aerith.
¿Y tú? — Su cerebro se quedó en blanco y fue incapaz de dar una respuesta coherente.
— No lo
recuerdo.
— ¡Vaya!
Eso será un problema. De alguna manera tendré que llamarte si vas a ser mi
invitada… ¿Qué te parece… Kanha?
— ¿Kanha?
— Sí. Como
tú, no es un nombre muy común, pero ¿a que es bonito?
— De
acuerdo, pues. Kanha. Me llamo Kanha.
— Bien
Kanha. Mi casa está bastante cerca. Vayámonos antes de que no quede luz.
En las
calles de los Suburbios había farolas y se podía ver perfectamente aunque el
cielo ya empezaba a pasar de azul a negro, pero Kanha entendió sin preguntar
por qué debían darse prisa: la gente alegre y los niños despreocupados habían
desaparecido dando paso a personas más siniestras y mujeres desvergonzadas con
una lengua demasiado afilada. Enseguida llegaron a casa de Aerith que no era la
gran cosa, no dejaba de ser un edificio medio en ruinas, como todos los que
había visto hasta el momento. Sin embargo, cuando entraron dentro se sorprendió
gratamente al encontrar un hogar totalmente acogedor al que no le faltaba
ningún tipo de detalle.
— ¡Qué casa
más bonita!
— ¿Te
gusta?
— Desde
fuera parece una ruina, pero una vez dentro es impresionante… — y enseguida se
dio cuenta de la grosería que acababa de decir, así que se tapó la boca con las
manos aunque las palabras ya habían salido sin opción a poderlas detener.
— No te
preocupes. Tienes razón, pero prefiero que así sea. Es mejor que todos crean
que aquí no hay nada que les pueda interesar. Los Suburbios no son el mejor
sitio para vivir y cada uno tiene sus propios métodos para seguir adelante.
—
¿Sus propios métodos? — Preguntó Kanha destapándose la boca con cautela.
—
Sí, unos más nobles que otros, pero todos seguimos adelante día tras día. Midgar
es una ciudad con muchas desigualdades en las que o te espabilas o acabas
muriendo o tal vez algo peor. Yo, por ejemplo, cultivo flores en mi jardín. A
la gente de la ciudad les encantan y me las compran todas cada día. Yo vivo de
eso.
— ¿Flores?
Pero si había muy pocas en la iglesia…
— No, esas
no las corto. Ya te dije que esas habían salido allí solas. Yo solo tuve la
fortuna de encontrarlas por casualidad. A veces pienso que fueron ellas las que
me encontraron a mí y que me indujeron a cuidar de ellas porque antes nunca
había entrado a ese lugar, pero ahora no hay día que no me acerque a echar un
vistazo.
—
¿Entonces, de dónde sacas las flores que vendes?
— De mi
jardín. — Aerith señaló instintivamente a una puerta al otro lado de la
habitación. — Es casi imposible verlo desde el exterior y ahora que es de noche
prefiero no salir. Si quieres mañana te lo enseño. — Y Kanha asintió con
cierta alegría. — Ahora, ¿qué te parece si te das
un baño mientras preparo algo para cenar? — La joven amnésica se miró a sí misma y
se dio cuenta de que apestaba a tierra, sudor y mojado y también de cuán sucias
llevaba sus ropas.
— No tengo
nada más…— dijo avergonzada.
— No te
preocupes. Algo encontraremos.
Aerith le
mostró que la casa tenía una segunda planta en la que se encontraban dos
dormitorios y un baño. Mientras Kanha se preparaba para despojarse de la
suciedad que la acompañó durante toda su travesía, su nueva amiga le consiguió
un vestido parecido al suyo pero en tonos azulados. Desde luego, que no era
para nada su estilo, pero no pensaba mostrarse remilgada después de ver tanta
bondad desinteresada en una chica que no tenía por qué hacer lo que estaba
haciendo por ella.
Después de
cenar un caldo no tardaron en irse a dormir. Tanto la una como la otra estaban
muy cansadas y prefirieron dejar las conversaciones para el día siguiente.
Cuando Kanha estuvo sola y se hubo metido en la cama, se sintió nostálgicamente
bien, como si la soledad la hiciera feliz. Intentó recordar cómo había llegado
hasta allí. Aerith había dicho que la ciudad se llamaba Midgar y el caso era
que le sonaba mucho ese nombre pero estaba convencida de no haberla visitado
antes. Finalmente, el sueño la venció y su conciencia la abandonó.
Al día
siguiente, tal y como Aerith dijo, salieron al jardín que tenía en la parte
trasera de su casa. Era muy temprano, aún estaba amaneciendo, pero se sentía
llena de energía y con muchas ganas de hacer cosas. No era un jardín
convencional, sino una especie de bóveda que permitía que entrase la luz
natural pero que al mismo tiempo no permitía que miradas indiscretas llegasen hasta
allí. A pesar de no ser como esperaba estaba repleto de flores de todo tipo,
todas ellas preciosas. Aerith cogió una cesta de mimbre, unas tijeras de jardinería
y empezó a moverse entre las plantas. Mientras empezaba a cortar flores y a
colocarlas en la cesta de manera ordenada y muy cuidadosamente le explicó que
ella vivía sola y que estaba muy contenta de tener una invitada, pero que debía
seguir vendiendo flores para poder comprar alimentos, que era su modo de vida.
Kanha no quería ser un lastre y se ofreció a ayudarla.
— Cuando
subamos a la superficie, mientras vendemos las flores, buscaremos información a
ver si encontramos de dónde vienes. — Kanha asintió pero sabía de antemano que
sería inútil. No soy de aquí pensó,
pero no tuvo valor a decirlo en voz alta.
Cuando tuvieron
la cesta llena salieron a la calle. El lugar seguía tan devastado como el día
anterior. Había personas encargadas de recoger los horrores que habían tenido
lugar durante la noche, situaciones que Kanha no podía imaginar y que Aerith
prefirió no comentar. Caminaron sin hablar demasiado hasta un gran portón que
justamente se abría en ese momento y las dos jóvenes entraron. Había guardias
vestidos de azul que lo custodiaban y que no dejaban pasar a todo el mundo, por
suerte para ellas no fue un problema. Tuvieron que atravesar lo que pareció un
túnel interminable con unas escaleras al fondo y cuando salieron de lo que
parecía la boca del metro por fin vieron la luz del sol sin filtros.
— ¡Bienvenida
a Midgar! — La superficie no tenía nada que ver con los Suburbios. No había ni un
ápice de vegetación en todo el lugar, pero los edificios se alzaban fuertes y
altos, la gente tenía otro porte y sus ropas era muy distintas. Incluso había
medios de transporte mientras que hasta el momento sólo habían visto gente
desplazándose a pie de un lado para otro. Enseguida que se pusieron a caminar
por la calle a la que habían dado varias personas se les acercaron para comprar
flores y en cuestión de una hora ya las habían vendido todas.
— No me ha
parecido que nadie te reconociera. ¿Tú recuerdas algo más? — Kanha negó con la
cabeza. — Vayamos a comprar algo de comida. Tal vez te refresque la memoria
pasearte por aquí. Está claro que de los Suburbios no eres, así que pensé que
tal vez cayeras por alguna rendija desde Midgar. — Era una
posibilidad, pero Kanha no lo creía así. Estaba segura de que su procedencia
era mucho más lejana. Más de lo que podía llegar a imaginar, pero era incapaz
de determinar cuál.
Cuando ya
habían hecho todos los encargos y Aerith creyó que no había más que hacer en la
ciudad, decidieron volver a los Suburbios. Aún tenían pendiente visitar las
flores de la iglesia. No era tarde, tenían tiempo, pero la noche de los
Suburbios era peligrosa y no podían despistarse demasiado. Cuando estaban a las
puertas de lo que a Kanha le parecía la boca del metro oyeron una explosión y
el suelo empezó a temblar. Asustadas buscaron el foco del alboroto y enseguida
vieron el fuego y el humo que no estaba muy lejos de ellas. La gente de la
calle entró en pánico y Aerith la agarró de la mano para obligarla a meterse en
el túnel que las conduciría a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario